Héctor Vucetich
Observatorio Astronómico; U. N. L. P.
Me siento honrado por la invitación, en el centenario del annus mirabilis, a rendir homenaje a uno de los artífices de la ciencia del siglo XX: el científico y humanista Albert Einstein. La teoría de la relatividad es su obra más conocida, fundamentalmente, porque revolucionó la ciencia y la filosofía de nuestro siglo. Por ella se transformó Einstein en el científico más conocido de todos los tiempos y desde entonces, ha sido admirado, no sólo por su magnífica obra científica y filosófica sino también por su personalidad sencilla y su defensa constante de la paz y la libertad.
Hacia fines de siglo XIX, la física y la química habían logrado una visión consistente del mundo: la física newtoniana explicaba todo: desde los movimientos planetarios hasta los gases ideales. La termodinámica, la más bella de las teorías desarrolladas en el siglo XIX, describía correctamente todos los fenómenos térmicos y químicos; y el electromagnetismo de Máxwell, finalmente, el comportamiento del campo electromagnético y la luz en presencia de materia.
Esta visión del mundo era tan consistente, que se cuenta el siguiente mito: un joven preguntó a un profesor si era conveniente que estudiase física. El profesor, muy seguro, pontificó:
--Estudie otra cosa, joven, porque la física es una ciencia sin porvenir. Sólo quedan tres problemas sin resolver: la radiación del cuerpo negro, el efecto fotoeléctrico y el experimento de Michelson. El resto, lo entendemos bien.
En este ambiente algo soberbio y conformista, los descubrimientos finiseculares de los rayos X, la radiactividad y el electrón, provocaron un terremoto intelectual. En ese mundo que se derrumbaba, las contribuciones de Einstein fueron un tranquilizador y un revulsivo al mismo tiempo: provocaron casi desde el primer momento una gran admiración y una corriente de trabajo para verificarlas y completarlas.
Hemos dicho que, admitiendo la existencia de átomos y moléculas, la aplicación de las leyes de Newton conducía a las leyes de los gases ideales. Pero eso, por supuesto, no prueba la existencia de átomos: los gases podían tratarse como una sustancia continua. Durante los primeros años del siglo, Einstein había desarrollado por su cuenta una teoría atómica de la materia, sin conocer los trabajos simultáneos de Willard Gibbs en Estados Unidos. En 1905, encontró una consecuencia de la teoría atómica que no tenía contraparte en una formulación continua: el movimiento browniano. Los cálculos de Einstein mostraron que pequeñas partículas sumergidas en un fluido realizarían un movimiento incesante provocado por el bombardeo de los átomos que la rodeaban. Medio siglo antes, este movimiento desordenado, había sido observado por el botánico Brown en soluciones de esporas vegetales y había permanecido sin explicar.
Por primera vez desde que Leucipo y Demócrito invocaran la existencia de átomos para explicar la variedad del mundo, las bellas fórmulas de Einstein ofrecían una prueba de su existencia. Pero más aún, a partir de este trabajo se desarrolló una de las ramas más importantes de la física del siglo XX: la moderna teoría de fluctuación-disipación.
En el mismo año, 1905, un segundo trabajo de Einstein explicó uno de los ``tres misterios'' que había mencionado el mítico profesor a su estudiante: el efecto fotoeléctrico. El misterio del efecto fotoeléctrico consistía en que los electrones arrancados de un metal por un haz de luz llevaban una energía incompatible con las leyes clásicas del electromagnetismo. Este último explicaba la luz como ondas electromagnéticas, y sus consecuencias habían sido verificadas con bellísimos experimentos llevados a cabo por Fresnel, Maxwell, Hertz y Lippmann. Sin embargo, una onda electromagnética, tal como la describen las ecuaciones de Maxwell, era incapaz de entregar al electrón la energía en la forma que mostraba el experimento.
Ahora bien, unos años antes, en 1900, Max Planck había conseguido explicar el ``primer misterio'', la radiación del cuerpo negro, admitiendo que la materia absorbía y emitía la radiación en cantidades mínimas, llamadas cuantos de energía, pero sin cuestionar la validez de las ecuaciones de Maxwell. Einstein, en este trabajo, fue mucho más lejos: admitió que la radiación estaba formada por partículas (que posteriormente recibieron el nombre de fotones) capaces de llevar un cuanto de energía y otro de cantidad de movimiento. Esta brutal ruptura con la física clásica permitió explicar el efecto fotoeléctrico, dando una predicción precisa para la ley de variación con la frecuencia, la que fue verificada durante la década siguiente. Einstein, que obtuvo el premio Nobel de Física en 1921, ``por sus contribuciones a la Física Teórica, en especial el descubrimiento de la ley del efecto fotoeléctrico'', llamaba a sus investigaciones sobre el efecto fotoeléctrico ``mi único trabajo revolucionario''.
Estas investigaciones iniciaron una de las realizaciones más importantes en Física del siglo XX: el desarrollo de la física cuántica.
El trabajo de 1905 titulado ``Sobre la electrodinámica de cuerpos en movimiento'', resolvía el ``tercer problema'' que había mencionado el mítico profesor a su estudiante: el experimento de Michelson. Ya desde Galileo se sabía que las leyes de la mecánica satisfacían el Principio de Relatividad de Galileo: ``Las leyes de la Mecánica son las mismas en todos los sistemas inerciales''. Los sistemas inerciales se definen, groseramente, como aquellos en los cuales un cuerpo aislado se mueve con movimiento rectilíneo y uniforme.
Ahora bien, las leyes electromagnéticas parecían depender del sistema de referencia y los físicos decimonónicos, con las notables excepciones de H. A. Lorentz y H. Poincaré, habían elegido aceptarlas y prescindir del Principio de Relatividad. Esto significaba, entre otras cosas, que existía un sistema de referencia privilegiado, llamado el ``éter luminífero'', en donde la luz se propagaba con la misma velocidad en todas las direcciones. En otros sistemas de referencia, la velocidad de la luz dependía de la dirección de propagación de la misma forma que la velocidad del sonido depende de la dirección del viento. En la década de 1880, el físico norteamericano A. A. Michelson llevó a cabo un experimento para verificar la existencia de un ``viento de éter''. Y el experimento dio el resultado enigmático que mencionaba el insoportable profesor: no existía el ``viento de éter''.
En su trabajo, Einstein mostró, con razonamientos muy sutiles pero sencillos, que el principio de relatividad era compatible con las leyes del electromagnetismo, en particular con la independencia de la velocidad de la luz del sistema de referencia. No hay ``viento de éter'' sencillamente porque no hay ``éter luminífero''. Pero para ello, tuvo que arrojar por la borda dos postulados que todos los científicos habían aceptado inconscientemente desde la época de Newton: el espacio y el tiempo son absolutos. Estos postulados, tomados de la tradición filosófica occidental, eran los culpables de las dificultades del electromagnetismo.
En la nueva concepción del tiempo, cada sistema de referencia inercial tiene su propio transcurrir del tiempo y todos ellos son igualmente legítimos para describir las leyes de la naturaleza. Más aún, cada uno de nosotros, cada uno de los electrones, protones y neutrones que forman nuestro cuerpo, tienen su tiempo privado: el tiempo propio de dicha partícula. Esta conclusión se ejemplifica con la ``paradoja de los gemelos'': supongamos que uno de dos mellizos sale de viaje hacia Alfa del Centauro, en una astronave capaz de llegar a velocidades próximas a las de la luz, mientras que su hermano se queda a administrar los bienes familiares en la Tierra. A su regreso, el viajero se encontrará con que es varios años más joven que su hermano.
La impresión que produjo la formulación einsteniana de la relatividad fue muy profunda. En una conferencia en que exponía las consecuencias del principio de relatividad, el gran matemático H. Minkowski afirmó:
La visión del espacio y del tiempo que voy a exponer ha brotado del experimento y de allí nace su fuerza. Es una visión subversiva. Desde ahora, el espacio en sí y el tiempo en sí están condenados a transformarse en sombras y sólo cierta unión entre ellos preservará una existencia real.
El nuevo ente que menciona Minkowski es el espaciotiempo, una combinación de las dos entidades clásicas que tiene una estructura geométrica propia.
La teoría de la relatividad no afirma que ``todo es relativo''. Por el contrario, existen mucha cantidades que son ``absolutas''; es decir, independientes del sistema de referencia. Así, aunque espacio y tiempo son relativos, el espaciotiempo es absoluto. Y también lo son otras entidades físicas: la masa, la carga, la entropía.
El nuevo principio de relatividad exigía una reconstrucción de la mecánica que el propio Einstein llevó a cabo. Una de las consecuencias de esa reconstrucción, expuesta en el cuarto trabajo de 1905 es la famosa relación entre la masa de un cuerpo (característica de su inercia) y su energía E=mc2, fórmula que ha tomado, para el gran público, un significado casi místico desde la explosión de la bomba atómica sobre Hiroshima.
Sorprendentemente, para tratarse de una teoría que se refiere a nuestras ideas fundamentales del espacio y del tiempo, la relatividad tiene aplicaciones prácticas. En especial, todos los sistemas de comunicaciones, prospección o posicionamiento satelitales necesitan tener en cuenta los efectos relativistas para funcionar correctamente.
En la obra del annus mirabilis, Einstein tocó todos los temas que abrieron la puerta a las grandes realizaciones de la física del siglo XX: la termodinámica de procesos irreversibles, la física cuántica y la mecánica relativista. Pero esto se hizo como una labor creativa, desarrollada en libertad. En sus propias palabras:
La ciencia no es una colección de leyes o un catálogo de hechos inconexos. Es una creación del espíritu humano por medio de ideas y conceptos libremente inventados. Las teorías físicas intentan formar una imagen de la realidad y conectarla con el vasto mundo de las impresiones sensibles.
Las ideas fundamentales de estos trabajos admirables son sencillas; sutiles y profundas, pero sencillas. Se trata de una de las características del pensamiento de Einstein: en todos sus trabajos importantes encontramos esa combinación de sencillez, sutileza y profundidad, típica de las sinfonías de Mozart o de los cuentos de Borges. Esto lo coloca no sólo entre los grandes científicos sino también entre los grandes artistas-pensadores de todos los tiempos.